martes, 5 de octubre de 2010

Veinte días

Hace veinte días tuve que interrumpir mi modus vivendi para inmiscuirme y entrometerme en el fascinante mundo de las labores remuneradas y constatar, de paso, que la maldita precariedad, los abusos por parte de un despótico y tacaño empresario y el acongojamiento al que se somete a una persona por medio de la coacción laboral, o sea, situaciones que ya había sufrido anteriormente, siguen vigentes a día de hoy, apenas una semana después de la famosa y por mi considerada estúpida huelga general. Sí, esa mamarrachada general orquestada por unas entidades que solo alzan la voz cuando ven peligrar su situación y que hace mucho tiempo que dejaron de defender la libertad de los trabajadores y trabajadoras y se integraron en la pantomima del mal llamado derecho a trabajar, que debería pasar a llamarse derecho a ser esclavizado por un sistema que únicamente lleva a la destrucción de la felicidad. Y es la felicidad, en mi opinión, el último motivo por el cual creo que estamos aquí y el sublime sentido de la vida.

Tema aparte es la violencia que mostraron ciertos individuos y que merece un artículo él solito y que apunto como tarea pendiente.


El derecho a trabajar se ha ido convirtiendo en el derecho a ser explotado y privado de libertades y aspiraciones. ¿Qué libertad puede tener una persona que no puede crear nada? Esta persona que tiene que hacer malabares para ajustar su nómina o sus ingresos, cuando llega a la casa que tanto le cuesta pagar no tiene energías para nada más que para levantar el mando a distancia y encender la caja tonta para evadirse de su asquerosa y mal pagada rutina laboral. Mal pagada en todos los sentidos, tanto económica como creativamente: -¿Para qué me voy a esforzar en pensar una mejora para mi puesto, si la respuesta va a ser que si no me gusta como está ya me puedo largar?


Han sido veinte días de promesas y engaños, de agacharse y poner el culo en pompa para que una pareja de negreros se fueran turnando y ganando dinero a costa de ponerme el orificio rectal como la bandera de Japón. ¡Eh, y con disponibilidad absoluta!

Veinte días de ilusionarme en tener un contrato con un buen sueldo que me permitiera ir construyendo parte de un sueño futuro.

Veinte días de incertidumbre, de no saber qué día podría librar y dedicarme a hacer aquello que realmente me motiva y me aporta un mínimo, aporta una pequeña parte de felicidad a mi alma.

Veinte días en un lugar con unas condiciones de higiene dignas del peor retrete de los anuncios de Cillit Bang.

Veinte días. El penúltimo de estos ha dejado mi oreja amoratada y dumboide gracias a un tremendo golpe que me propinó una barra de hierro en mi pabellón auditivo izquierdo y que hizo que se me hinchara como un tomate transgénico, sin acudir al centro médico por no estar ni contratado ni asegurado, evitando así una complicación a una gente que no se ha complicado lo más mínimo en soltarme que me pagaría trescientos euros por esas veinte jornadas.

Veinte días con una sola mácula que, de haber estado cubierto con todas las de la ley, se hubiera podido subsanar sin más.

Veinte días de comprobación de unos hechos que no solo sufro yo, sino que son una constante en la comarca en la que vivo.


Por suerte han terminado, aunque mi lucha no ha hecho más que empezar. Comienza ahora un agotador y cansino viaje por los laberínticos caminos de la legalidad para conseguir reclamar y obtener la cantidad de dinero que creo que me corresponde y, a poder ser, la debida cotización a las arcas de la Seguridad Social.

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