sábado, 4 de septiembre de 2010

El callejón de los milagros

Hoy quiero colgar la impresión que me produjo leer el libro de Naguib Mahfuz El callejón de los milagros.


Ha sido la primera vez que leía algo de este autor, fallecido hace cuatro años. No lo conocía, ni a él ni a su obra, cosa que voy a ir enmendando poco a poco ya que me ha dejado muy buen sabor de ojos. Este autor, primer árabe en conseguir el premio Nobel de Literatura en 1988, está considerado como el referente de la literatura árabe contemporánea. Y yo sin saberlo. Pues nunca es tarde si la dicha es buena, y en este caso lo es.


He leído la versión catalana, traducida por Isaïes Minetto y Josep Franco de Edicions Bromera. Me gustó, de entrada, que no tuviera prólogo. No sé por qué me fastidia leer un prólogo, pero me aburre sobremanera; lo encuentro tan cansino. No quiero escribir que no sea necesario, pero la sensación que me da, la mayoría de las veces, es que se lo podrían ahorrar.


Tiene 314 páginas que se leen casi sin quererlo, deseando que tuviera 300 más y siguiera relatando las vidas de los habitantes de ese mísero callejón de el Cairo en el que se ambienta la novela.

Un simple callejón, la calle Midaq, que encierra todo un universo de dulces vivencias, como los dulces que prepara Kamil, aventuras y desventuras, enamoramientos, momentos trágicos y situaciones un tanto cómicas, de un humor más bien gris, como el humo del hachís que fuma Kirxa el propietario del café.


La acción se sitúa, aunque no aparece ninguna fecha concreta, en la Segunda Guerra Mundial, con la población dividida entre el ejército británico y las fuerzas alemanas, con el único interés de sacar el máximo partido de la situación, sin decantarse por un bando o por otro.


El libro muestra la cotidianidad de una calle, un submundo dentro de una gran ciudad y relata muy bien la forma y el trato que se dispensan sus habitantes, con el nombre de Dios en casi cada frase dicha, con el carácter y las costumbres típicas de un pueblo y una religión, que impregna cada conversación y cada acto.


Con sus palabras, Naguib Mahfuz me llevó a el Cairo, en un callejón cálido y polvoriento, del mismo color que las dunas del desierto, y me dejó allí, contemplando la belleza de Hamida, admirando el trajín del bazar, comiendo los dulces de Kamil mientras escuchaba las sabias palabras de Radwan o Darwish y veía a un mendigo deformado por Zaita, oliendo el pan recién hecho de Yaada y Husniya a quienes saludaba el doctor Bushi.


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